Juan Soriano (1920 - 2006), «santito de palo» con «percepción sabia de toda sabiduría»

Santito, Juan, Juanito, no me dejes, no te alejes, de mí tu vista no apartes, Juanito caballito de palo,gira, Juanito, santito que sube y baja, hazme caso, santito (poquito porque es bendito), hazme compartir tu percepción sabia de toda sabiduría, del tiempo y del espacio. Amén. - Elena Poniatowska

Este año Seix Barral publicó una nueva edición de Juan Soriano, niño de mil años, biografía —¿o hagiografía?— escrita por Elena Poniatowska que en 1998 editó Plaza y Janés. Quien haya leído obras de la Princesa Roja como Hasta no verte Jesús mío reconocerá el mismo estilo en las primeras 190 páginas del libro: sólo se escucha la voz del entrevistado, quien de vez en cuando se dirige a su entrevistadora; también se incluyen ilustraciones o dibujos y unas cuantas imágenes de las obras pictóricas y escultóricas de Soriano, asimismo extractos de algunos artículos sobre él escritos por personajes como Octavio Paz, Juan García Ponce, Sergio Pitol, entre otros; a partir del capítulo IV comienza a aparecer la mirada de Poniatowska y en el capítulo V, el último, se entablan diálogos entre la periodista y el artista plástico, y termina con «Niño eterno» (texto de Elenita publicado el 23 de agosto de 1990 en La Jornada); las últimas páginas están dedicadas a presentar fotografías del Niño de Mil Años con familiares y amigos.
          En apenas 293 páginas, Elena nos expone la vida de Juan Soriano, contada por él mismo, según sus propias palabras y reflexiones sobre lo vivido. Este «niño permanente, sin años, amargo, cínico, ingenuo, malicioso, endurecido, desamparado» (p. 105) —como lo llamó Paz— nos cuenta de su papá revolucionario, su mamá soldadera, sus cuatro hermanas y sus muchísimas tías; sus primeros años es Guadalajara, donde a muy temprana edad comenzó a pintar sobre cajas de zapatos y a esculpir animalitos de masa. Muy joven lo supo: «Descubrí que lo que más deseaba en la vida era convertir un pedazo de madera en objeto. Podía sacar las formas que se me ocurrían, lo único que necesitaba era el material adecuado para que surgiera la forma como yo la quería» (p. 29).
En 1935, tuvo su primera exposición en Bellas Artes, ya en la Ciudad de México, donde al inicio tuvo su casa por Bucareli. Formó parte de la «horrible» Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, antes de darse cuenta de que ni comunismo ni socialismo eran lo suyo. Perdió mucho tiempo en las borracheras del Salón Tenampa, pero también gozó el deleite artístico-intelectual que era reunirse en el Café París con personas como Octavio Paz, los hermanos Revueltas, José y Celestino Gorostiza, Rodolfo Usigli, David Alfaro Siqueiros, Alí Chumacero... Soriano comparte anécdotas de sus dos amores, Diego de Mesa y Marek Keller, quienes lo acompañaron en diferentes etapas de su carrera y lo ayudaron a comprender aspectos esenciales sobre la vida en sociedad y sobre sí mismo.
Una vez que forjó su propia visión del mundo, dejó ser, decir o hacer para encajar. Sus opiniones del surrealismo, los Tres Grandes la pintura mexicana, la Revolución, la Conquista española, el nacionalismo, «la exaltación de nuestro pasado», el arte y la vida misma estaban generalmente muy lejos de lo que alguien esperaría de un artista o intelectual de la época. Por ejemplo: «Odié a los Tres Grandes, no como individuos porque tenían sus momentos de lucidez y amistad, sino porque su pintura me pareció perversa, no decía la verdad. En cambio, su obra de caballete me interesó mucho. [...] Pienso que los Tres Grandes se falsearon. Cuando tú quieres tener éxito y dar mensajes que no son de la pintura, siempre sale algo exagerado, panfletario, grotesco, ramplón» (p. 76).
¿Pertenecer a alguna escuela?: «imposible pintar con un estilo determinado, imposible prohibirme hacer formas de cierto tipo. Todo lo que caía en mi mano me era útil: libros, conferencias, conversaciones, viajes, todo se me volvía alimento. En cambio, las reglas de cualquier tipo, morales, políticas, sociales, sexuales, me paralizaban» (p. 77). En compensación: «Como no fui a una academia, mi escuela fue pintar con amigos como Chávez Morado, Ricardo Martínez, Jesús Guerrero Galván, Federico Cantú, Guillermo Meza..., Agustín Lazo, Julio Castellanos, Xavier Villaurrutia. Los considero mis maestros» (p. 173). Soriano pensaba que «Las influencias que uno recibe son de uno mismo. Es tu interpretación, lo que traduces a tu interpretación biológica. Si agarras algo de otro pintor, se ve superficial, una superchería. La creación artística, en cualquiera de sus formas, te revela a ti mismo» (p. 175).
Este —en palabras de Octavio G. Barreda— «endeble y enfermizo demonio» (p. 49) consideraba que su arte era figurativo, mas no abstracto, como «críticos que son muy convencionales» (p. 178) etiquetaban algunas de sus obras:
En general, toda la pintura es abstracta. Si defines "academia", "imitación de la naturaleza, resulta que es una interpretación tuya", porque la naturaleza no se puede imitar. Es un cuento que haces sobre algo que viste. Si te pones frente a esa maceta y la copias, sale tu visión. Cada hoja de la planta en la maceta es una abstracción. Abstraer significa hacer una pintura sin ningún elemento emocional... ¿Cómo puedes sostener una creación sin sentimiento? Hasta para ir al cosmos interviene el sentimiento. Si tú eres científico, tu impresión de una galaxia no puede ser puramente matemática. ¡Imagino la impresión que se llevaría Einstein al descubrir la teoría de la relatividad! (ídem)
Juan García Ponce lo describió como «un pintor al que le estorba la pintura, las grandes obras de los grandes maestros no le producen admiración, sino indignación: se interponen como un elemento más del muro que él ha tenido que destruir para llegar a ser. [...] La técnica de los grandes maestros le sirve, puede dominarla, pero no la basta» (p. 109). Mas también fue un hombre para quien alejarse de la nación que lo vio nacer consistía en un intento para comprender mejor su país y su época, «para saber cuál es mi lugar entre los que quieren hacer algo en México»; se refería a personas como Octavio Paz, Elena Garro, Juan Rulfo, Inés Amor, Carlos Fuentes y Rufino Tamayo, a quien llama «el más grande de los pintores»; quienes, «más que pelear, hacen una obra que todos disfrutamos y que al final de cuentas, configurará la verdadera historia de México» (pp. 225-226).
Ya hacia el final del libro de Poniatowska, un Juan Soriano de 70 años de edad explica el proceso para crear La Paloma, monumental escultura que actualmente resguarda la entrada del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey: desde la estructura de metal que un arquitecto le ayuda a levantar, la aplicación de las capas de yeso, el modelado, el colado del bronce para sacar los moldes de las piezas que después serán fundidas unas con otras como un enorme rompecabezas y posteriormente soldadas y martilladas; por último, tras el armado: «para que resista al viento, al movimiento, si hay movimiento de tierra, con unas anclas se atora en el cemento para que no emprenda el vuelo» (p. 277). 
No obstante la complejidad, la belleza y la trascendencia de sus obras, Soriano asegura: «Jamás me duermo pensando: "¡Ay, qué talento tengo!". Veo mi escultura y, si me complace, siento ganas de firmarla. Es un regalo que me hago» (p. 208). El —según lo veía Paz— «niño vestido de hombre» o «pájaro disfrazado de humano» se regaló y nos regaló a todos esas piezas pictóricas y escultóricas suyas, cada una de las cuales constituye «la contemplación desde fuera» (p. 245) de la vida, cada una de ellas es «expresión de un hombre que en un momento dado tuvo el destello genial» (p. 243), obra de arte, sueño moldeado, ventana a una realidad cuya comprensión se escapa al dominio de las palabras pero es tan real como la obra en sí y quien la contempla.

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